Comparto el discurso pronunciado por Íngrid Betancourt el pasado 5 de mayo, en Bogotá.
Los invito a leerlo y a reflexionar sobre la paz, el perdón y la reconciliación.
Foto tomada de www.caracter.co |
Buenos días.
Para estar con ustedes hoy, he recorrido un camino largo, ciertamente dramático, pero culminado con un final feliz.
Soy demasiado consciente de mi deuda con aquellos miembros del Ejército Nacional que se jugaron la vida por devolvernos la libertad a 14 de mis compañeros y a mí, en una operación — la Operación Jaque — reconocida por el mundo entero. Sus vidas y las nuestras quedaron por siempre ligadas con lazos de fraternidad eterna.
Tampoco olvido que para yo poder estar aquí con ustedes hoy, otros murieron: aquellos policías y militares que no volvieron a sus casas luego de intentar rescatarnos y cuyas madres recibieron de vuelta — no a sus hijos como sí lo hizo la mía —, sino un ataúd y una bandera.
Pienso también en mis compañeros de infortunio que no lograron volver con vida a sus familias. Los que nos duelen son muchos: el capitán Guevara que conocí barbudo y encadenado al cuello en una marcha por la selva; los diputados del Valle, cuyas familias escuché por la radio en las madrugadas de cientos de sábados mientras esperaba el mensaje de la mía; el gobernador Gaviria y el exministro Gilberto Echeverri, “mis amigos en la civil” como decíamos en cautiverio para hablar de nuestra vida de antes.
Mi voz es la voz de todos ellos y la de estas madres y viudas, y la de estos huérfanos que no oímos, porque el precio de nuestra vida y de nuestra libertad la pagaron ellos con las suyas, por amor a Colombia. Son ellos los que nos convocan hoy más que nadie a la grandeza y a la generosidad.
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A las víctimas de la violencia social, aquí en Colombia, como en el resto del mundo, nos toca rendirnos a la evidencia que aunque hagamos el esfuerzo por buscar en nosotros mismos ese yo del antes, lo vivido nos ha transformado de tal manera, que ya no existe.
Reflexionar como víctima sobre lo sucedido en los años de cautiverio, es hablar de un evento devastador, de un tsunami emocional, físico, familiar, profesional, con repercusiones que se extienden mucho más allá del tiempo y del espacio en los cuales se circunscribieron los hechos del secuestro.
Ser víctima es entonces, primero y ante todo, ser el sujeto pasivo de un violento impacto sobre la propia identidad.
Mi vida antes del secuestro quedó como borrada. Sólo comienza para muchos a partir de mi secuestro. Esa es mi nueva identidad. Pero más que víctima del conflicto, soy una sobreviviente del proceso de deshumanización del cual hemos sido, en mayor o menor medida, todos y cada uno de nosotros, víctimas en Colombia.
De ese proceso de deshumanización, y de la responsabilidad histórica que tenemos de revertirlo, es sobre lo cual quiero dar testimonio hoy.
Podría comenzar diciendo que en mi caso, — como si hubiese sucedido en el más puro realismo mágico —, lo perdí todo al cruzar un puente. Llegaba a Montañita, un rincón del Caquetá. Salí de mi mundo y entré a otro sin puertas, ni mesas; a un tiempo sin relojes, sin agendas, ni citas, pero con la inmediatez de la muerte. Caí por un abismo sin luz eléctrica ni agua corriente, y aterricé al espacio mudo, sin ruidos de carros, ni voces amadas, ni risas de niños. Quedé separada por un tiempo eterno y un espacio sin fin de lo que era: mis hijos, mi padre y mi madre, mi familia, mi esposo, mis amigos. Quedó el silencio que no termina y la soledad sin privacidad, constantemente vigilada por el ojo de un cañón.
En ese mundo, lo primero que tuve conciencia de haber perdido fue mi voz. La narración de mi secuestro, la reconstrucción de los hechos que precedieron mi captura, los comunicados del Gobierno y de la guerrilla, los comentarios de muchos, las especulaciones de otros tantos: todas las voces se oyeron, salvo la mía.
Ellos, mis captores, por su lado, se dieron a la tarea de expropiar mi voz, para dar sus propios golpes mediáticos. Así oí, por ejemplo, — afiebrada por la malaria — a Raúl Reyes diciendo por la radio que yo estaba en buenas condiciones de salud, y en contra del rescate militar.
Después de la voz, lo que intentaron arrebatarme fue mi identidad. Me di cuenta del peligro de perderla la primera vez que alcé la cabeza cuando me estaban llamando, y no era por mi nombre. Fueron muchos los nombres que me dieron: “la cucha” por vieja, “la garza” por flaca, “la perra” por mujer, “la carga” por secuestrada.
Me tomó tiempo entender. El despeñadero de la deshumanización no es obvio para el que lo vive. Lo comprendí una madrugada, recién llegada al campamento de un comandante del bloque del Mono Jojoy. Era un campo de concentración en la selva, con rejas y alambre de púas y garitas en cada esquina. Nos acababan de unir a todos los canjeables por primera vez y habíamos pasado la primera noche los 10 secuestrados civiles amontonados en un recinto enrejado, mientras los 60 militares permanecían aislados en otra construcción.
A las 4 de la mañana se acercaron dos guardias a las rejas gritando: “¡los retenidos: numérense!”. Comprendí que era un llamado a lista cuando mis compañeros respondieron adjudicándose números, uno tras otro, para probar que nadie se había fugado. Cuando me tocó mi turno, me oí responder: “Ingrid Betancourt, si quieren saber si estoy aquí, me llaman por mi nombre”. La rabia de los guardias no fue tan grande como el desconcierto de algunos de mis compañeros.
Para ellos mi respuesta era una demostración de prepotencia y nos ponía a todos en riesgo de ser encadenados por el cuello como tenían a los militares. Yo estaba defendiendo lo único que me quedaba: mi identidad. Decir ingrid era decir estoy viva, soy un ser humano, soy una mujer, tengo un pasado, tengo raíces, tengo un alma.
Durante esos años de secuestro, luché por no perder ese algo único, mientras era reducida a ser una cosa, un objeto controlado por otros, alienada hasta de las decisiones más propias, como la de tener que pedir permiso para ir al baño, y tener que hacerlo bajo la mirada de un guardia.
Íngrid Betancourt durante sus años de cautiverio. Foto tomada de www.eltiempo.com |
Erich Fromm escribió que la dominación completa sobre otro ser humano es la verdadera esencia de la pulsión sádica. El objetivo es transformar a un ser animado en algo inanimado, obtener el absoluto y completo control sobre ese ser. Eso se logra haciéndole perder el componente esencial de la vida: su libertad.
El secuestro es una expresión más de esa pulsión sádica y deshumanizante que nos habita, agazapada, y que se revela con las actuaciones colectivas porque el actuar en grupo desculpabiliza y que se legitima bajo la racionalidad de las ideologías porque con ellas podemos justificar lo injustificable.
Internarse en la selva fue entrar a un mundo donde la barbarie era la norma. Un espacio desconocido y agresivo, infestado de bichos zumbadores, agarrándose de la carne como vampiros; de bichos antediluvianos como la anaconda de 9 metros que los guardias decapitaron de un machetazo limpio frente a mí cuando salía de lavarme de un caño y que siguió persiguiéndome en mis pesadillas hasta hoy; o las tarántulas que saltaban despelucadas y rabiosas de entre las botas por las mañanas; y de tantos otros bichos sin nombre, nunca registrados por ninguna botánica, programados para vivir y morir comiendo del otro. Y ese otro éramos nosotros.
Pero ni las mahiñas, ni las congas, ni la gran bestia, ni la mata blanca, ni los tigres, ni el pito, ni nada, lograron igualar el daño que nos produjo a todos el corazón deshumanizado del ser humano.
Los comportamientos de violencia física y moral para lograr nuestra domesticación, no fueron menos frecuentes que otros mas sutiles pero igualmente deshumanizantes como las humillaciones en público; el fomento de peleas entre rehenes; la distribución inequitativa de comida; la negación arbitraria de medicamentos; el aislamiento como método de castigo, con prohibición de hablar y encadenados por el cuello.
Estando en la prisión del Mono Jojoy, Gloria Polanco nos narraba el momento cuando la habían separado sin previo aviso de sus dos hijos menores de edad también rehenes como ella. Más que el secuestro que vivíamos en ese momento, lo que la enloquecía de dolor, era esa separación inhumana y violenta de su Tatán y de su Jaime Felipe.
Cuando la muerte está por todos los lados, es como la picada de esos millones de bichos de la selva: termina sólo por rascar. Así lo pensé cuando una guerrillera me contó que habían dado de baja al comandante Moster. Moster era el segundo en mando después de Enrique, alias Gafas, hoy en la cárcel. Era un hombre tan malo como Caín, pero la muchacha que me contaba de su muerte era su “socia” — como dicen en la guerrilla —, su compañera. “¿no le duele?”, le pregunté. Me miro altiva: “aquí vinimos todos a morir” dijo.
Al principio de mi cautiverio me había hecho la promesa de celebrar religiosamente cada cumpleaños de mis hijos para poder contarles — cuando estuviera libre — en que sitio me encontraba y que había hecho. Celebrar la vida de mis hijos fue lo mejor que encontré para no dejarme matar el alma.
Esa misma intuición la debió tener el comandante del campo de concentración de Jojoy. Aquel era un hombre que se jactaba de haber matado con sus propias manos y desde niño. “yo soy hijo de la violencia” decía, “si Marulanda no me hubiera recogido, yo sería hoy el peor de los delincuentes”. Él no se daba cuenta que para nosotros, sus secuestrados, él era justamente el peor de los delincuentes.
Llegó un día en las horas de la tarde a traerme un sobre de mi madre — fue la única carta que llegó hasta mis manos en todos esos 6 años y medio de secuestro — me la entregó por entre las rejas de la cárcel y con los ojos aguados, me dijo: “en medio de todo, Ud. tiene más suerte que yo: tiene a sus hijos”, y añadió con la voz entrecortada: “me acaban de dar la orden de abortar el bebe de la Boyaca”. La Boyaca era su “socia”. Y ese bebé era su hijo.
Sé que a él no le hubiera temblado la voz para dar la orden de matarnos, como años antes, a otro comandante, no le había temblado la suya para mandar asesinar a Guillermo Gaviria y a Gilberto Echeverri.
Pero cuando este hombre lloró por ese niño sin nacer, vi que en él había un hombre tan secuestrado como yo, no sólo porque lo habían alienado de las decisiones más íntimas de su vida, sino porque la guerra lo había convertido en ese mismo delincuente del cual había creído huir al volverse guerrillero.
Comprendí que en la selva, víctimas de la deshumanización éramos todos, los secuestrados y los secuestradores. Muchos intentábamos frenar y revertir ese proceso con los medios que teníamos.
A los días de un intento de fuga y después de lo que pretendía ser un castigo ejemplarizante que se tornó en el momento más difícil de mi cautiverio, uno de los guerrilleros se acercó a mi caleta, empujado por su compañera, y en tono que sólo podíamos oír ella y yo, y con gran esfuerzo, terminó por decir, incómodo: “vengo a pedirle excusas… por lo que le dije”.
Durante todos estos años me he preguntado qué lo motivó a venir ese día a pedirme perdón. Lo que me había dicho no era mucho comparado a todo el resto. Sin embargo, hoy sé que yo no hubiera podido superar aquél episodio sin esas palabras dichas en ese momento aún de manera torpe.
No hay nada más fuerte que el perdón para detener la deshumanización. Es por eso que el perdón es algo que se da sin necesidad de que sea solicitado. Es, si se quiere, una estrategia individual de sobrevivencia, para deshacerse de las cadenas del odio, y descargarse del peso de la venganza. Pasa primero por mirarse a uno mismo con caridad, para perdonarse por no haber sabido protegerse, por no haber sido el héroe que uno esperaba ser.
Pero solicitar ser perdonado, es algo espiritualmente superior. Algo mucho más valioso que perdonar porque tiene efectos re-humanizantes tanto sobre el agresor como sobre el agredido. Se abre entonces un espacio para sanar y reaprender a confiar en el otro.
Esa etapa es la que llamamos reconciliación.
Cuando salí de la selva hace 8 años, la Colombia a la cual volví era una Colombia donde hablar de perdón era sinónimo de derrota o de entreguismo. Pensar en dialogar con la guerrilla era traicionar a la patria. La violencia verbal era uno de los indicios, con los falsos positivos, o con la existencia de 6 y medio millones de desplazados, que los deshumanizados éramos todos.
Íngrid Betancourt en su regreso a la libertad junto a sus hijos Melanie y Lorenzo Delloye. Foto: http://www.abc.es/ |
La negociación con las Farc ha tenido como efecto el producir un cambio positivo de lenguaje. En la mesa de La Habana, declaraciones altisonantes producto de la desconfianza le cedieron el paso a expresiones prudentes y más constructivas.
La sabiduría antigua dice que hay que estar atentos a nuestras palabras porque revelan nuestros pensamientos. También dice que de nuestras palabras surgen nuestras acciones; de nuestras acciones nacen nuestros hábitos, de nuestros hábitos se moldea nuestro carácter y de nuestro carácter se forja nuestro destino.
Cada vez vemos más claramente que más allá de la paz jurídica y política, la reconciliación requiere una transformación cultural y — si se quiere — espiritual. La historia reciente nos presenta dos escenarios que invitan a la reflexión: el sabotaje de un intento de paz política con la masacre de la UP a finales de los años 80; y la reciente reincidencia del paramilitarismo a través de las bandas criminales después de un programa de sometimiento a la justicia.
En ambos casos, si bien se lograron acuerdos políticos entre los grupos alzados en armas y el Estado, la verdad es que el grueso de la sociedad civil no se sintió involucrada, no cambió su lenguaje ni su comportamiento y rechazó con mecanismos de exclusión social, económica o política a los nuevos actores nacionales, aún cuando habían quedado legitimados legal y políticamente.
Es claro que parte del problema es nuestra idiosincrasia. A través de ella mantenemos espontáneamente los esquemas deshumanizantes heredados de un siglo de violencia. No sorprende que hoy salgan colombianos a marchar para protestar contra la restitución de tierras, algo que debería chocarnos por absurdo y amoral.
Sin embargo nuestra realidad es más compleja: con la protesta de campesinos que compraron honestamente sus predios y que quedaron perjudicados por la norma, se benefician terratenientes que se han enriquecido indebidamente con la guerra. La solución no es impedir o acabar la restitución de tierras, sino perfeccionar su aplicación para que las verdaderas víctimas sean reparadas, velando por no crear nuevas injusticias.
La realidad es que la guerra ha servido para instrumentalizar la pobreza de los más pobres con el fin de servir la codicia de los más vivos. Esto es lo que debe cesar. Si no confrontamos las raíces del conflicto ahora, estamos corriendo el riesgo de perder la paz.
Por eso no podemos olvidar aquello que desató la violencia. Marulanda dijo en su momento que él había terminado haciendo la guerra por no perder sus gallinas y sus vacas. No lo olvidemos nunca. Cada una de las partes tuvo motivos para entrar en la guerra. Puede que los de los demás no nos parezcan válidos, pero si despreciamos las motivaciones del otro, estamos en peligro de traicionar nuestra oportunidad de reconciliación.
Reconciliación no se conjuga con olvido, no es borrón y cuenta nueva. Es todo lo contrario. Es obligación de hacer memoria, de aprender de nuestro pasado colectivo y de nuestra experiencia individual para convertirlos en sabiduría.
Porque más allá de los planes de gobierno y de los avances legislativos, más allá de la cantidad de recursos que se destinen por parte del presupuesto nacional al post conflicto, Colombia requiere que cambiemos nuestra idiosincrasia, es decir nuestros corazones endurecidos. Ése es el destino de todo ser humano: evolucionar. Eso es lo que somos: seres en constante cambio.
El trabajo de sintonización de nuestro temperamento nacional con la paz, empieza primero con la intención. Sólo con eso: una decisión a futuro, que podemos posponer pero que nos permite abrirnos y mirar al mundo desde un ángulo diferente.
Esa intención nos autoriza una mirada nueva y crítica a lo que concebimos como natural e inamovible en nuestra manera de ser colombianos. Identificamos entonces en nuestra sociedad síntomas muy claros de disfuncionalidades que dificultan la reconciliación colectiva porque debilitan la iniciativa individual. Son comportamientos tan inscritos en nuestra cultura que no los vemos como un problema sino como un rasgo nacional.
El paternalismo por ejemplo: pensar que solo el que esta “arriba” tiene la capacidad de tomar las decisiones correctas para el que esta abajo, desapoderándolo de su iniciativa, volviéndolo dependiente, sumiso, y controlable. El mesianismo, que se manifiesta en nuestro deseo de que llegue la persona que tendrá la verdad revelada y que podremos seguir sin refutar, obedeciéndola ciegamente sin asumir riesgos. El clientelismo, el padrinazgo o el machismo, todos síntomas de un proceso de deshumanización con el cual dejamos de ser personas para volvernos cosas.
Así es como nos hemos encadenado todos del cuello al árbol de nuestra idiosincrasia. Así es como hemos perdido nuestra mayoría de edad colectiva.
Cambiar estos esquemas de pensamiento piramidales que tienden a transformarnos en colombianos irresponsables y pasivos frente a nuestro destino común, acomodados en la injusticia y justificando con la violencia el mundo caótico del cual creemos beneficiarnos.
No es sorprendente que la violencia se haya iniciado contra éste tipo de relaciones sociales que la guerra, en vez de superar, no ha hecho sino reforzar. Si a esto le añadimos la adicción patológica de algunos segmentos de nuestra población por la adrenalina que genera la violencia, la sangre, y la muerte, entonces entendemos que tengamos que reevaluarnos seriamente.
La reconciliación es nuestra oportunidad histórica de cambiar éstos esquemas, porque para reconciliarnos debemos reafirmar nuestra intención, es decir retomar el mando de nuestra voluntad.
¿Cómo cambiar éstos esquemas, cómo transformar nuestra idiosincrasia?
Creo que la palabra clave es “confianza”. Reconciliarse implica aprender a confiar en el otro. Duro reto en un país donde ser confiado es visto como una falta de carácter.
Confiar que el otro es capaz de cumplir con su palabra, capaz de decidir correctamente, de querer “lo bueno”, nos abre a un nuevo modo de interacción social. Esto implica empezar por confiar que nuestra voz propia, individual, es validada y respetada por el otro, y que por lo tanto podemos hacernos oír sin necesidad de empuñar un fusil.
Confiando le damos la oportunidad al otro de tornarse en un ser confiable. Aprendemos todos a salir de la cultura del mal pensante, del avivato, del avión, del sálvese quien pueda. Le permitimos al otro volverse socio y dejar de ser enemigo.
Así pues, el reto es poner nuestro presente en las manos de cada colombiano, reconociendo su dignidad humana, sin pretender lavarle el cerebro a nadie, ni implantar artificialmente las nociones de libertad y justicia, como si se tratara de adiestrar a un animal o programar a un robot.
En el proceso de confiar y ser confiable no debemos tener miedo a la equivocación. Es un riesgo que tomamos, claro. Pero es mejor que la certeza nacional de que exterminarnos es la única solución. Tengo el convencimiento que la sinergia de lo colectivo, hará que nuestra decisión de confiar genere más confiabilidad, y que esa virtud de ser confiables, pueda ser transmitida a las futuras generaciones.
Por esto la reconciliación no es solo un asunto entre víctimas y victimarios. Es una búsqueda de equilibrio donde todos encontremos nuestro legítimo interés.
Hoy vemos que muchas veces aquellos que más han sufrido con la guerra, son los que más buscan la reconciliación. A su vez, aquellos que menos han estado expuestos a los rigores de la violencia, se muestran a menudo más intransigentes. Esto es normal. Aunque todos queramos sinceramente la paz, son siempre los sobrevivientes de un mal quienes primero aportan fondos en la búsqueda de una cura.
Para cada cual, las perspectivas y las urgencias son diferentes. Para una víctima, por ejemplo, lo peor después de haber sufrido lo sufrido, es la negación de los hechos, y el desconocimiento de su condición de víctima. Así mismo, el restablecimiento de la verdad es lo que la dispone a la reconciliación porque le devuelve las dos cosas que le fueron arrebatadas: su voz y su identidad.
Es dramático constatar cómo en muchos casos las víctimas no despiertan compasión, sino desconfianza. No se les cree. Así está aconteciendo en Europa con la llegada de una ola masiva de refugiados sirios. Sucede allá como aquí, que la víctima lo es doblemente, del agresor y de la sociedad que lo cuestiona.
Por el otro lado, para el que victimizó — el agresor —, la reconciliación es también una posibilidad de reivindicación. En su caso, el proceso implica entender qué lo haya llevado a su propia deshumanización. También él debe tener la certeza que será oído, que podrá reparar y ser reparado, y que existe en la sociedad un lugar para él desde donde pueda renacer socialmente y sicológicamente sin abdicar de sus sueños.
Nosotros como sociedad, aspiramos a que no haya impunidad. Ellos, los de las Farc, requieren seguridad jurídica. Ambas ambiciones son justas. Y no son incompatibles.
La posibilidad de una justicia transicional es una propuesta creativa y madura, para resolver esta ecuación. Las críticas que buscan pintar un cuadro apocalíptico de su aplicación juegan con el miedo y quieren desconocer que hoy nuestra justicia sigue presentando índices de impunidad del 90%.
Por ser el centro de la atención de todos los colombianos y estar en la mira de la comunidad internacional, este esquema de justicia transicional puede ser una verdadera solución para dar seguridad jurídica sin ceder a la impunidad.
La paz que queremos no es cualquier paz: es una paz justa y duradera. De allí que nuestra reconciliación deba ser también una oportunidad de sosiego nacional, donde a cada cual le corresponda lo justo.
Porque si los colombianos observan que el día de mañana los victimarios de ayer salen enriquecidos después del proceso de paz con fortunas amasadas sobre la sangre de los colombianos, estaremos prendiendo la chispa de una nueva guerra.
Si los guerrilleros de ayer, sin haber sido derrotados y después de haber entregado voluntariamente sus armas, se ven menospreciados, perseguidos, o excluidos social, económica o políticamente, estaremos repitiendo lo que nos ha llevado a la confrontación de hoy.
Si aquellos que nada tienen realizan que a través de la guerra pueden hacerse a lo que la estructura económica y social del país les niega, estaremos reviviendo la atracción por la guerra como trampolín a la riqueza mal habida y al abuso de poder.
Si las víctimas de ayer ven que para ellas solo hay saludos a la bandera, mientras que los recursos dispuestos para sus reparaciones se esfuman en corrupción, estaremos nutriendo el resentimiento e imposibilitando la reconciliación.
Para que la reconciliación sea posible, el resultado del perdón pedido y del perdón concedido, no puede ser igual a cero. El punto de llegada no puede ser el mismo que el punto de partida. Todos los colombianos deben ganar más con la paz que con la guerra.
Reconciliar a la familia colombiana es reinventarnos el ser colombianos. Es reconocer con humildad el fracaso de las soluciones expeditas. La paz no se logró, ni se logrará, con intentos de cooptación ideológica o de eliminación física del otro.
Re-conciliación. Etimológicamente hablando, es el restablecimiento de la unión. Supone de entrada nuestra pre-pertenencia a un colectivo, y la identificación de diferencias. Qué no todos pensemos igual, no es pues un problema. Es más bien nuestra riqueza.
El término también conlleva un matiz espiritual. Describe el restablecimiento de la unidad como algo sagrado. Se refiere al entendimiento del ser humano con Dios y a las bendiciones que Él derrama sobre su creación.
Más allá de todo lo sufrido, a pesar de toda la violencia, lo que siempre nos ha unido es mayor y mejor que lo que nos ha dividido. Frente a la política que nos ha separado, nos une el profundo amor que le tenemos a nuestra tierra. Todos llevamos impreso en nuestros corazones la magnificencia de nuestras montañas, de nuestros ríos y de nuestros mares; todos compartimos el deleite de los frutos de nuestra tierra y de sus aromas; todos vibramos al son mágico de nuestra música; y lloramos oyendo los versos de nuestros poetas. Ese amor que nos une es la bendición que se nos ha dado en reparto.
Ella es la que nos permite vivir este momento — real y mágico a la vez — de reconciliación. Porque después de tantos años de separación, hoy ha llegado la hora de abrazarnos todos como la familia colombiana que nunca hemos dejado de ser.
No podemos pretender que vamos a olvidar. Nunca lo haremos. Pero podemos, eso sí, tomar esta oportunidad que nos da la vida para transformar el dolor en nuestra fuerza, la oscuridad en nuestra luz, la memoria en nuestra sabiduría, el duelo en nuestra fe. Hoy podemos construir una Colombia justa, en paz consigo misma y determinada a renacer para la emancipación de todos.
Cuando volví a la vida, después de 6 años y medio de sufrimiento, abracé la libertad con todas las fuerzas de mi alma, así como abracé a mi familia, dándole gracias a Dios por ese milagro.
Escuchando el clamor mudo de aquellos que quedaron encadenados por siempre a la selva, le formulo hoy a Colombia una sola súplica: que tenga la audacia de confiar en sí misma y abrazar con todas las fuerzas de su alma, el grandioso prospecto de la paz, para que nuestros hijos puedan — por fin — respirar el perfume de la libertad hasta en los últimos confines de nuestra sagrada tierra".
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