Por: José Renán Trujillo
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José Renán Trujillo |
Sin rodeos digo con toda claridad que no he sido partidario ni de la pena de muerte ni de la cadena perpetua. He sido en el curso de mi vida pública, un defensor de lo establecido en la Constitución de 1991.
Desde mi primer periodo como senador de la república; curul desde la que ejercí con convicción la defensa de la constitución, he sido amigo y defensor de mantener la prohibición en la carta magna tanto de la pena de muerte como de la cadena perpetua. Y en diversas oportunidades fui partícipe de debates promovidos por colegas que buscaban la reforma de la Constitución para implementar las dos figuras. El tema no es nuevo en el escenario nacional.
A raíz de lo sucedido con la niña Yuliana Andrea Samboní, y la entendible ola de indignación que tal hecho ha causado; nuevamente se han levantado voces en favor de la reforma constitucional.
Nuestra justicia es tan endeble, que mucho me pregunto hasta qué punto esas dos figuras, en manos de nuestros frágiles exponentes de la justicia, serían aplicadas con objetividad y como producto de suficiente carga probatoria para demostrar verdaderos culpables y no para condenar pobres inocentes.
Comparto plenamente lo expresado por la Comisión de Política Criminal en el sentido de reflexionar sobre la pertinencia, la conveniencia y la justicia de las iniciativas y no simplemente tramitarlas y aprobarlas bajo el argumento de tener un amplio respaldo popular.
Hoy, nos hierve la sangre por el crimen de la niña Samboní. Mañana, por apresuramientos, podemos estar lamentando cadenas perpetuas o penas de muerte injustificadas.
Ese tipo de propuestas extremas no pueden volverse la solución a todo. De fondo hay que pensar cómo rediseñamos nuestra estructura formativa social y familiar. Pensemos con cabeza fría: Si somos un territorio de paz no podemos andar por ahí pidiendo la muerte para otros.
Por más indignación que tengamos por el caso de Yuliana debemos pensar que la muerte no soluciona nada. El daño ya está hecho. Ahora debemos dejar que nuestra justicia opere y ser juiciosos veedores del proceso.
Y más bien preocupémonos por garantizar que los ciudadanos del futuro sean verdaderas personas de bien.
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